domingo, 26 de octubre de 2008

CITAS CON LAPARCA

Fui durante un tiempo monaguillo y no me pareció que fuera un chollo. Cierto que se tenían algunas ventajas como las exiguas propinas, afanarle al cura algunos tragos de vino sacro, caramelos extras en bodas y bautizos…; pero eran más los inconvenientes, a saber: madrugones, asistencias obligatorias a los tediosos oficios religiosos, un inusitado esfuerzo por parecer un niño ejemplar y sobre todo las tragaderas que había que tener para aguantar a aquel caprichoso cura a quien motejábamos como “Colasín”.
Ser monaguillo significaba convertirse en protagonista involuntario de algunos eventos notables como bautizos, bodas y entierros. Los niños no suelen acudir a los entierros. Los adultos tratan de evitar que incluso los infantes más cercanos del difunto acudan a acompañarlo al último viaje, pero si eras monaguillo no te podías librar y allí estabas, en primera fila a pié de tumba, con el incensario o el hisopo preparado para su empleo por el cura en el momento preciso o con el bonete vuelto al revés para que los deudos aflojaran el bolsillo mientras Don José desgranaba padrenuestros.
Durante los años de mi infancia vi de cerca la muerte con frecuencia y, aunque no me familiaricé con ella, siempre me pareció que no se fijaba en mí porque tenía esa falsa percepción de que siempre se mueren los demás. Pero ha habido dos entierros que me dejaron más huella. Era hermosa la tarde de aquel día en que enterramos a Eulogio que era un joven maquinista de RENFE y que murió como consecuencia de un accidente ferroviario. Creo que estaba casado con una de las hijas del tío Esteban (“Vinagre”), quien tenía una pequeña industria de manufactura de paja en la estación. En el sepelio estaban desde el más grande al más chico de la desolada familia. El bonete del cura casi rebosó entre calderilla y papel. “Colasín” no dejo de entonar paternóster mientras duró la generosidad de la acomodada familia.
El día que enterramos al suegro de Jaimito, ya también fallecido, soplaba un viento de cierzo con intensas rachas de lluvia. La tumba, cavada en la tierra viva, tenía más de un palmo de agua y el ataúd casi flotaba en aquel amasijo de agua y barro. Todos los sepelios parecen largos, al único al que no se le hacen largos es al difunto, pero aquel parecía interminable y el cortejo fúnebre salió pitando antes de que el cura entonara el último de los escasos padrenuestros y unas ajadas flores quedaran de mala manera sobre el lomo de la tumba.
Nada tiene que ver el aséptico y marmóreo cementerio actual con el de mis años de monaguillo. Nada queda de aquellas tumbas cavadas en la tierra y ornamentadas con una cruz de hierro o cemento que ha borrado el tiempo y el olvido. Tina (“La Gallinera”), sabiendo que tenía ya los días contados, nos instaba a los más allegados para que no nos olvidáramos de llevarle flores a la tumba. No se si las flores le importaban mucho, tal vez lo que temía era caer en el olvido, porque si duro es aceptar la muerte física es más duro aceptar que nadie te recuerde, lo cual suele suceder unas décadas después del óbito. De vez en cuando cumplo con el deseo de mi prima, aunque el rito de las flores siempre me ha parecido más una vanidad de los vivos que un homenaje a los muertos. A mis posibles deudos ya les he advertido de que cuando llegue el momento nada de flores, aunque me temo que mi deseo no será tenido en cuenta porque “muérete y verás”. Y mientras llega el inevitable momento sigo las recomendaciones del poeta latino Horacio y procuro disfrutar del “carpe diem” y ya de paso me consuelo riendo con la ocurrencia de aquel cachondo que decía que para los hombres la muerte es el estado ideal porque primero se te pone todo tieso y luego empieza el polvo eterno.


MORTAJA DESNUDA.

No deseo flores lacias en la caja,
Morada de mi último paseo.
Fuera cualquier ramajo tosco y feo
Con trenzados de plástico o de paja.

Al diablo tanto ornato y zarandaja,
Tanto superfluo adorno fariseo.
Mesurado ha de ser el ajetreo
Donde pose desnuda mi mortaja.

Me basta un ramillete de ternura
Que quede fondeado como un pecio
Allí en el corazón de los que amé.

Aunque yo pudra ya en la sepultura,
Si estoy en su memoria y en su aprecio,
Sé que mientras vivan, viviré.



Algunos libros para leer…

2.- Poemas y Canciones de Bertolt Brecht.- Es fácil de leer, incluso para los que no gustan de leer poesía. El poema “Loa al estudio” merece ser leída a menudo.
3.- El Proceso de Franz Kafka.- Este debería ser de obligada lectura en la facultad de derecho y en todos los lugares donde hay burócratas. Del mismo autor La metamorfosis. No son de lectura fácil.
4.- El lobo estepario de Hermann Hesse.- Puede que sea un libro para adolescentes, pero si no lo eres también te va a resultar placentero.
5.- Aforismos de Lichtenberg.- Una delicia que ha de leerse en pequeñas dosis para no indigestarse de tantas reflexiones atinadas.
6.- Robinsón Crusoe de Daniel Defoe.- Un clásico para disfrutar. Y para pasárselo de rechupete Venturas y desventuras de la famosa Molly Flanders del mismo autor.

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